Por los caminos del aire.
“El deber no es un sentimiento; hacer
lo que se debe no es hacer lo que agrada. Honoré de Balzac.
Por el
Piloto Aviador Enrique A. Guerrero Osuna.
“No hay nada más
hermoso en esta vida que enseñar a volar”. Un latinajo (invención mía) sonaría más o menos así: “docent
volare, disciter duo” (Enseñar a volar es aprender dos veces). La frase no
vaya usted a creer que es mía o nueva, el señor Joseph Joubert, la inventó
antes que su servidor, yo solo le agregue el “vuelo”. El sueño de todo piloto
aviador es convertirse en instructor de vuelo, aquí en México no somos la
excepción, todos los pilotos deseamos convertirnos en instructores. Muy bien.
El problema estriba en que no todos tenemos la “madera” que se requiere para
llegar a serlo, eso lo tenemos que descubrir y que alguien más nos lo señale.
En la aviación no debe haber lugar para la improvisación. No por el simple
hecho de que uno vuele muy bien ya puede empezar a “dar doble”, es decir, a
enseñar a otros a volar, no señor. El muy sublime arte de volar tiene que ser
enseñado por alguien que sepa transmitir esa habilidad, porqué se requiere
habilidad, y esa pasión, porqué es una pasión. Si nos salimos de esos
parámetros la cosa no funciona, ni el que enseña, enseña, ni el que debería
aprender aprende. Bonito juego de palabras. La realidad es que para enseñar a
volar se requiere en primer lugar que
uno mismo domine ese “arte” a la perfección y luego que sepamos transmitirlo a
otros, con paciencia.
En la Fuerza Aérea Mexicana antes de poder ser instructor se
debe hacer un curso, normalmente en la EMA, dicho curso lo recibíamos en el
Stearman. En aquellos tiempos idos no era tan complicado, simplemente acumulaba
uno cierta experiencia y mostraba buenas habilidades y se le nombraba
Instructor. Ser nombrado instructor traía aparejado cierto reconocimiento para
nuestras habilidades, pero eso no necesariamente nos hacía “buenos”
instructores. Eso fue cambiando con los tiempos. Les voy a ser franco en un
pequeño detalle, que aparentemente es muy simple y cotidiano: a los
Instructores de Vuelo de la Escuela Militar de Aviación no les pagan más por
serlo, si tienen un alumno o tienen 4, es lo mismo, ellos siguen devengando un
salario honrado que les paga el pueblo
de México. Muy bien – me dicen varios- pero con eso no pago mi casa. Como
pilotos siendo honestos, nunca nos convertiremos en ricos, cualquier cosa que
eso signifique, aquellos de nosotros que se escapen de la definición de vivir
en una “republicana medianía “es debido a otras circunstancias ajenas a nuestra
carrera. En la vida civil es un poco diferente. Ahí si se debe pagar por hora
de vuelo, entre más vuele un instructor más gana, con los límites que pone la
DGAC. Este asunto de los salarios profesionales de los pilotos tiene muchas
vertientes y varia grandemente de país a país, como decía Albert Einstein: “todo es relativo”. En las grandes
compañías de aviación los pilotos buscan siempre una homologación mundial de
salarios, pero eso es muy difícil de lograr por múltiples razones y que por
estar fuera de mi alcance no quiero profundizar, solo comentare que las
diferencias siguen siendo sustanciales entre unos y otros. Esto provoca una
emigración y rotación constante de pilotos, creando graves problemas para
algunas compañías. Igual sucede cuando nos ponemos a comparar los salarios
entre pilotos civiles y los militares, esa brecha económica es muy difícil de zanjar,
mientras que los salarios de los militares son modestos, la contra parte civil
son por lo general más elevados, eso a su vez provoca que los militares, una
vez que cumplen sus compromisos, deseen experimentar en la vida civil, de que
están preparados, están preparados, eso que ni que, y de que están en su
derecho de buscar otros derroteros,
también ni duda cabe, que cada quien busque el trabajo que más le acomode,
siendo licito.
Desde el trabajo más humilde hasta el más demandante y todo
lo que quede en medio, “trabajo es trabajo”, como dice William Feather: Si de verdad nos gustara tanto el trabajo
labraríamos la tierra con arados de palo y cargando bultos. Otra cita a la
que siempre le encuentro frescura y vigencia: La felicidad de la vida es el trabajo libremente aceptado como un
deber, de Joseph Renan.
En cualquier institución de educación militar en el mundo, la
FAM no es la excepción, primero nos enseñan a cumplir nuestro deber, cualquiera
que esto sea, o lo que implique, siempre y cuando este dentro de la ley. Lo
demás pasa a segundo término. Cuando
ingresa uno a una institución como la EMA nos despreocupamos, al menos durante
el Primer año, del dinero. Tenemos ropa y cama limpias, tenemos techo y tenemos
comida asegurada ¿Qué más se puede necesitar en esta vida? Por si fuera poco a
los cadetes cada semana se les asigna una ayuda económica llamada “pre”, muy
modesta por cierto, tanto así que una vez invite a mi hermana la mayor al cine
en Guadalajara y solo me alcanzo el Pre para un boleto, claro la lleve al cine
Diana. Una vez graduado, nuestro salario está asegurado, nos manden a donde nos
manden, hagamos lo que hagamos, llueve o truene, si los pilotos militares
tienen algo seguro es la quincena. Eso sí, prohibido quejarse, solo el
Presidente de la Republica puede hacer algo al respecto. En aquellos tranquilos
tiempos decíamos que el aumento al sueldo “era cuestión de días” (Pero de Díaz
Ordaz el Presidente). Les soy franco, después de graduarme la sorpresa más
grande que me lleve es cuando me citaron a la pagaduría de la base para darme
mi quincena, es decir, me iban a pagar por volar, increíble. Al principio no
sabe uno que hacer con tanto dinero, acostumbrado que como cadete solo
recibíamos un “pre”. Mi primer destino fue la región del Istmo de Tehuantepec,
una ciudad llamada Ixtepec, ubicada entre las poblaciones de Juchitán y
Tehuantepec, lugar en donde se encontraba el Escuadrón Aéreo 207 “la patrulla
del istmo”. La descripción detallada de la estancia en este hermoso lugar para
mi totalmente desconocido de nuestro país, me tomaría largas líneas de cuyo
espacio carezco, solo me gustaría agregar que este lugar entre pilotos tenía
fama de ser “de castigo” o sea que aquí mandaban a los que se portaban mal, eso
decían. La lógica era: yo no me he portado mal, saque buen lugar en mi
generación, ¿entonces qué hago aquí? Con el tiempo comprendí el viejo adagio:
no hay mal que por bien no venga. El lugar resulto ser muy pintoresco, 8,000
habitantes, dos o tres calles asfaltadas, obviamente la 16 de septiembre
atravesaba el pueblo a lo largo y todo lo interesante, o casi todo, pasaba ahí.
El calor como estábamos en el trópico era sofocante, casi ninguna de las casas
del pueblo tenía aire acondicionado, solo el hotel. Al llegar nuestros
compañeros que nos antecedieron nos ofrecieron posada, unos en una casa otros
en otra y así nos repartimos, la cosa era no gastar en el hotel. En ese
entonces la Base Aérea no tenía alojamientos disponibles, además estaba
totalmente aislada en medio de la nada, así que nos quedamos en el pueblo en
calidad de mientras. Primer problema resuelto. Luego enseguida: ¿Cómo vamos a
llegar a la base si nadie tenía carro? Existía un camión militar de redilas que
hacía el traslado de todo el personal del centro de Ixtepec a la base y regreso
a horas ya establecidas. Aquellos de nosotros que pusimos objeciones a este
primitivo medio de transporte, muy pronto nos convencieron que después de todo
no era tan malo. No sé cómo nos verían los demás pero éramos un grupo de
oficiales, recién graduados, armados con nuestra inseparable 45, recién
bañados, afeitados y perfumados en aquel cacharro desvencijado, cuando
llegábamos a la base ya no éramos los mismos, asoleados y llenos de polvo nos
formábamos para pasar lista. Al poco tiempo le tomamos la medida a las
dificultades, después de todo no estábamos tan mal, podíamos estar peor, eso sí.
Nos llevábamos bien con la población, nos invitaban a sus fiestas, aprendí dos
o tres palabras en zapoteco y volábamos cuando buenamente se podía. Al final,
conocer el Istmo de Tehuantepec y tratar a su gente fue una experiencia
singular y agradable que no me esperaba.
Desgraciadamente la Fuerza Aérea requirió de mis servicios en otra parte, y me sacaron de
aquel paraíso tropical. Me mandaron a un curso “táctico” es decir, como llevar
a cabo misiones de combate, o algo así. La verdad, muy interesante. Se trataba
de estudiar y de volar. Aprendimos como funciona un escuadrón aéreo, y como se
debe administrar y utilizar su capacidad de fuego. Aparte de todo esto ¿en dónde
creen que nos dieron el famoso curso? ¡En la mismísima ciudad de Guadalajara! Lugar
de todos nuestros anhelos y sueños juveniles de cadete, pero ahora salíamos
“francos” todos los días, a disfrutar la ciudad que veíamos desde lejos cuando
cadetes. Terminamos nuestro curso y todos nos regresamos a nuestras respectivas
unidades, a mí me cambiaron al Escuadrón Jet de Pelea 202, a los tan afamados “sopletes”
T-33 en la Base Aérea de Santa Lucia, Estado de México. En aquella época pasar
de los T-28 a los T-33 era un privilegio para pocos. Había incluso un gesto
entre pilotos el cual consistía en quitar las hélices de las insignias, “no más
papalotes (hélices), ahora puro “soplete” (jets). ¿Cuál es la diferencia más
notoria que yo observe?: la ausencia de vibración, y por supuesto la velocidad.
En aquellos días hermosos ni quien nos dijera nada si pasábamos justo a un lado
del cráter del Popo con sus nieves eternas y ocasionales fumarolas, las nubes
volcánicas ni sabíamos que existían. Otro mundo.
El gusto me duro poco, luego luego me volvieron a cambiar al
Escuadrón de Pelea 201, de regreso a los motores de pistón, de vuelta al T-28,
de vuelta al ruido y a la vibración y al olor de gas avión. El Escuadrón 201
como es sabido, tiene mucha prosapia e historia, la cual por cierto todavía no
me compenetraba mucho en ella. Para mí más que nada significaba irme a la isla
de Cozumel, lugar lejano, inhóspito, muy húmedo y selvático, lleno de
mosquitos, pero muy, muy interesante para bucear. Hasta la fecha. La mejor
manera de apreciar una belleza natural como la isla de Cozumel es volando.
Desde arriba se puede apreciar en todo su esplendor los colores del mar, ver cómo
cambian las tonalidades según la profundidad, pero el agua es totalmente
cristalina, se puede ver el fondo sin ningún esfuerzo. En el muelle de los
ferries me topé con el Comandante del Escuadrón quien en un noble gesto de
amistad fue a recibirme para posteriormente conducirme hasta la Base Aérea y
mostrarme los alojamientos, este es uno de esos pequeños detalles que no se
olvidan. Después ordenó que nos prepararan dos aviones y salimos a volar en
formación. Bienvenido al paraíso del Caribe.
Volar y bucear se convirtió en una agradable rutina. Me
nombraron Instructor de Vuelo, así que yo enseñaba a los recién llegados a
volar el T-28. Patrullábamos toda la costa de la península de Yucatán, desde
Cozumel hasta el rio Lagartos e isla Holbox y regreso y al sur hasta Cozumel,
así conocí Xcalak, Bacalar y la bahía de Chetumal así como banco Chinchorro. Apreciar
la belleza del Caribe mexicano desde el aire es una experiencia increíble,
desde la costa veíamos como sobre la isla se formaban aquellas nubes tan características,
de hecho cuando salíamos de patrulla como volábamos tan bajo sin ningún tipo de
ayuda a la navegación, no teníamos más que buscar la formación de Cumulo Nimbus
y enfilarnos a ellas con la certeza de que ahí estaba Cozumel. De vez en
cuando, como es común en el Caribe, al regresar de algún vuelo nos sorprendía
un aguacero nos dirigíamos a la costa en lo que hoy es Playa del Carmen
esperábamos unos 15 minutos y regresábamos a aterrizar sin problemas. En la
isla era raro el que tenía carro, la mayoría tenían motocicleta y otros como
yo, decidimos andar en bicicleta. Sin malinchismo, en Cozumel había muchas
cosas extranjeras, como en La Paz en los años 60as, de manera que yo visite una
tienda de unos alemanes y compré una bicicleta inglesa marca Raleigh (todavía
existe esa marca por cierto) en la que me trasladaba de los dormitorios o
“barracas” como les llamábamos, hasta el escuadrón, todo dentro de la Base
Aérea. Cuando salíamos a snorkelear yo salía por delante y luego llegaban en
moto mis compañeros, nuestro equipo consistía en: pistola de una o dos ligas
(la de 3 era de profesionales le decíamos “bazooka”) para arponear, visor,
aletas y snorkel, reglamentarias, un cuchillo y una red, todos unos Chanoc. Los
peces que lográbamos arponear se los llevábamos al Mayor Intendente encargado
del comedor y el los preparaba, todos los días. Alguien me pregunto que si no
me enfadaba de tanto pescado: “no nunca, el pescado, el pollo y la carne asada
nunca me han enfadado” –es mi lacónica respuesta-. En la isla había muchas
cosas, pero no buena carne, ni leche fresca, todo tenía que ser transportado o
por aire o por mar, así que en aquel tiempo yo me conformaba con lo que
obteníamos del mar, si teníamos suerte atrapábamos de vez en cuando una buena
langosta o caracoles, todo formaba parte del menú. En los 60as solo existía un
cine, una iglesia y varias cantinuchas de mala muerte, los lugares “decentes”
estaban en los pocos hoteles. La fayuca consistía en quesos y mantequilla
holandeses y un sinfín de chucherías de importación. No había televisión, ni
teléfonos, solo radio AM en donde podíamos captar las señales de estaciones muy
lejanas, a mí me gustaba en particular una estación de Little Rock, Arkansas,
pero también recibía en mi radio con bastante claridad Radio Boyeros desde La Habana,
Cuba, me acuerdo que el locutor decía con su acento particular: “transmitiendo desde el único territorio libre
de la América Latina” y luego nos recetaba los larguísimos discursos del
Comandante Fidel. También Miami entraba con cierta intensidad. Por el lado
mexicano recibíamos estaciones de varios puntos de la república, de Monterrey,
de México, de Saltillo, de Mérida y de Chetumal, ese era nuestro
entretenimiento en las sofocantes noches caribeñas.
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