Hay noticias y momentos en la vida que,
como hierro al rojo vivo, nos marcan para siempre; y por siempre, recordaremos
exactamente lo que estábamos haciendo en el momento mismo de enterarnos.
La ciudad de Torreón, Perla de La Laguna,
se despertó la mañana del 11 de octubre de 1950 con la increíble y sensacional
noticia, publicada en la primera página del periódico El Siglo de Torreón, de
que había sido, sin proponérselo, el escenario de una hazaña increíble y audaz,
de resonancia mundial, que no tenía paralelo en la historia de la aviación
comercial.
Y no era para menos. Un jovencito de 17
años, campesino, hijo de ejidatarios, que soñaba con llegar a ser algún día
piloto aviador, se había trepado a la cola de un avión DOUGLAS DC-3 la
maravilla de aquel tiempo perteneciente a LAMSA Líneas Aéreas Mexicanas, S.A.
se había trepado, decíamos, en el momento mismo del despegue, a la cola del
avión, causando serios problemas en el vuelo.
Diez minutos después del despegue, el
comandante de la aeronave, muy preocupado, se dirige al primer oficial: “Capitán,
sucede algo extraño que no me permite estabilizar el avión, siento dureza en
los palonier libre juego de los pedales y está pesado de cola como si
trajéramos algún peso extra en el empenaje o cola del avión y hay momentos en
que el timón de profundidad se atora. No me gusta nada esto. Llame a un
sobrecargo para que informe a los pasajeros que regresamos a Torreón debido a
un pequeño desperfecto mecánico e informe a Torre Torreón decisión tomada”
Un segundo después, micrófono en mano, el
primer oficial cumplía la orden:
-Torre Torreón aquí vuelo dos cero seis,
adelante.
-Vuelo dos cero seis lo escuchamos,
adelante.
-Informamos cancelación del vuelo dos cero
seis por emergencia; nuestra posición es Sierra Eco 50 millas de su Estación.
Estamos a 15 minutos regreso. Solicitamos instrucciones para aterrizaje
inmediato. Cambio.
-Enterada Torre Torreón. Proceda
inmediatamente a pista tres cero, viento calma, altímetro 30.25 reporte si
termina emergencia en vuelo y también al aterrizar. Cambio.
Cuando, por fin, se escuchó en el altavoz
que el avión había aterrizado sin novedad y ya venía carreteando escoltado por
patrullas y carros de bomberos, todos los ahí presentes lanzaron gritos de
júbilo y prorrumpieron en un espontáneo y estruendoso aplauso.
Minutos más tarde una escolta formada por
unos 10 policías, entró ruidosamente al amplio salón de espera. Traían a
rastras a un joven desnudo, cuya única vestimenta consistía en una gorra de
piel color café con su barbiquejo bien ajustado y unos goggles de piloto, y
que, muy asustado, clamaba casi llorando: No, si yo nomás quero ser aviador y
por eso me trepé a la cola del avión. Yo quero ir a la capital, dicen que aitá
la escuela pa aviadores. Por eso me compré este equipo y agarrándose la gorra
y los goggles continuó llorando- que es todo lo que me queda.
Ya cubierto con una cobija que alguien le
proporcionó, Cliserio Reyes (que así se llamaba nuestro héroe, aprendiz de
polizón) temblaba de frío bajo esa manta que ocultaba su desnudez y las huellas
de múltiples verdugones ocasionados por los jirones de sus ropas al ser
violentamente arrancadas por el viento y por el torbellino de las hélices de la
aeronave.
Cliserio Reyes fue llevado a los separos de
la Prisión Municipal a esperar el castigo correspondiente por atentar contra
las vías de comunicación y de haber puesto en peligro la vida de pasajeros y
tripulantes de la aeronave.
Sin embargo, el impacto mundial de tan
extraordinaria e increíble aventura causó tal revuelo que, literalmente,
llovieron miles de cartas y mensajes pidiendo el perdón para Cliserio Reyes.
Fue tal el clamor, que la empresa aérea LAMSA retiró los cargos y decidió, Motu
Proprio, costear todos los estudios hasta hacer realidad los sueños de Cliserio
Reyes.
Durante el lapso que duraron los múltiples
exámenes físicos que se les hicieron a todos los aspirantes, Cliserio
permaneció tranquilo; confiaba en su fortaleza de campesino.
Sin embargo, y por verdadera mala suerte,
Cliserio ignoraba que tenía un defecto congénito de la vista que le impedía
poseer el sentido de profundidad, requisito indispensable para todos los
aspirantes a la carrera de piloto aviador.
Cuando supo del inapelable y cruel
veredicto, Cliserio sintió que se le aflojaron las piernas; tuvo que
contenerse, con todas las fuerzas de su férrea voluntad, para no lanzar un
grito salvaje de protesta. No quería aceptar su derrota estando a un paso del
triunfo. Ni comprendía por qué el destino le hacía esta mala jugada. Le dolía
en el alma contemplar impotente, cómo, el edificio de sus sueños, que él había
construido en sus noches de vigilia y ensoñación, se derrumbaba a sus pies sin
poder hacer nada y dejándolo a él huérfano; con orfandad de vida, de
esperanzas, de ilusiones.
Acongojado y triste Cliserio no sabía qué
hacer. Creyó oír, de repente, como en sueños, una voz agradable y afectuosa: “No
te desanimes Cliserio, que no todo está perdido” díjole así el director de la
Escuela de Aviación- si tu vida es andar entre aviones, te ofrezco otra opción:
ingresar a los cursos de mecánica de aviación. Este curso dura 2 años; de ahí
saldrás con tu título de Mecánico de Aviación; podrás rehacer tu vida, casarte
y dedicarte a cuidar a tus hijos y a tus queridos aviones... ¿qué dices?
A pesar de la confusión y el desaliento que
lo invadían, Cliserio no lo pensó dos veces. Con los ojos húmedos por la emoción
y sintiendo un nudo en la garganta, y sin poder hablar, inclinó la cabeza en
señal afirmativa y deseando demostrar su agradecimiento, impulsivamente se
inclinó, depositando un ósculo en la mano del director que, tomado por
sorpresa, y no sabiendo qué hacer, le tendió los brazos, donde,
instintivamente, se refugió Cliserio, confundiéndose ambos en un emotivo,
cordial y afectuoso abrazo.
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