EL CADETE ATERRIZANDO Y EL INSTRUCTOR EN SU MOTOCICLETA
“Corría la edad de oro de
nuestra aviación. Nos encontramos en la primera época de la escuela recién
fundada. Aún no había pilotos graduados en el país.
Era una mañana de cualquier
día, semana, mes y año. Desde luego, fresca y transparente, si es necesario
podemos suponerla abrileña.
Apenas la aurora había
terminado su labor de limpiar las sombras del valle Azteca. No daban aún las
05:30. Los cadetes en el hangar número cuatro, extraían de los casilleros sus
fantásticas vestimentas de vuelo.
A las 05:30 estaban ya en el
campo, alineados en una fila que semejaba el producto de una frase
abracadabrante. Formaban un grupo de apariencia mitológica y de difícil
interpretación humana. Vistos una vez su conjunto, era un aguafuerte en el
recuerdo. Su aspecto enmarcaba cumplidamente la leyenda popular que atribuía a
los aviadores, desvíos suicidas.
Podríamos enumerar
over-alls, chaquetines, chaquetones, sweaters y en fin prendas de vestir que si
en su corte eran tan diferentes como lo fueron sus usos primitivos, tenían
entonces una uniformidad: rezumaban aceite, su color era tan indefinido como su
apariencia y quienes la portaban, adquirían la misma figura insólita y
estrafalaria, de hombres que hubieran rebasado los círculos de lo común. Todos
también se habían calado gorras de vuelo que adolecían de idéntico exceso de
aceite infiltrado en su tejido.
La fila, de aquellos jóvenes
que podían ser de cualquier planeta, pasaba lista antes de marchar a las
prácticas de vuelo.
En el campo esperaban las
máquinas el servicio. Cerca de ellas, a las órdenes del maestro Saldaña, se
encontraban los mecánicos.
Los cadetes se dividían en
dos grupos: el de los seres superiores que practicaban el vuelo y el de los
aspirantes, que se debatían entre su miserable condición terrestre y su ansia
de llegar a la dignidad de los elegidos. Los segundos se distribuían en los dos
extremos de la pista, que dividiendo el campo, dos kilómetros de extensión
servía para las prácticas. Tal distribución tenía un objeto: llenar un
servicio, un servicio que consistía en la ruda tarea de voltear a las máquinas
en sentido contrario a aquel en que llegaban, sopesando para ello la cola,
pesada en verano, pesadísima en invierno y siempre resbaladiza debido al aceite
de que estaba impregnada.
El grupo de cadetes implumes
destinado al fondo del campo, salía a su comisión a las cinco de la mañana. Si
el tiempo era frío, sus pies quebraban entre el pasto del campo el hielo
mañanero; si era seco, sus horas transcurrían entre el polvo que levantaban las
hélices; si era tiempo de lluvias , trabajaban entre charcos de agua, si bien
les iba, entre lodo, pero por lo regular asediados por el agua fría que les
enviaban las nubes y el agua fangosa que les arrojaban las ruedas.
No obstante, todos
endiabladamente sucios, exteriorizaban
siempre un carácter feliz: por lo regular no llegaban ninguno de ellos a
los veinte años; ostentaban todos en vigor, si no de su edad que era menguado,
si de su afición que era exagerada.
Cuando los cadetes que iban
a volar, no más de media docena llegaban hasta las máquinas, aparecía ante ellos
una figura que sacudía sus nervios. Su instructor de vuelo, como si se
presentara o encarnara el desiderátum de sus destinos.
Dicha figura, emergía de
pronto y de cualquier sitio. Se bajaba de un asmático Ford y abordaba su
motocicleta, y desde ella se acercaba a las alas, y tomaba cuerpo frente al
motor. Portaba un pesado abrigo y arriba de él, un hongo que no tenía la misma
figura todos los días. Dentro de él se agitaba un paquete de nervios, brillaban
unos ojos que eran una vida. Ojos grandes, inquietos, inquisitivos, con las
pupilas derramando en la mirada toda la personalidad impulsiva. Ojos que habían
visto el mundo, que se abrieron en Nápoles y habían adquirido su movilidad en
la guerra europea.
Aquel sobretodo, era el
flamante instructor de vuelo Francisco Santarini, un destacado mecánico de
aviación italiano que jamás había piloteado un avión. Daba teóricamente las
instrucciones de vuelo en tierra y hacía señales con banderolas desde su
motocicleta.
Y así empezaba a dar sus
instrucciones: -A ver viequitos ¿listos?-
El grupo de cadetes le
rodeaba. Antes de lanzarse al espacio, recibirían en tierra una lección verbal
sobre el vuelo.
Estas lecciones, encerraban
un pintoresco poema, el alma de la época, y el instructor Santarini continuaba:
-Mira viequito… pongan… “Presta atención todos…” vamos a volar en línea
recta, quiero decir: “Derechito…” salimos de aquí, llegamos al fin del campo;
salimos del fin del campo… e per la
madona no más allá del fin del campo, que nadie se pase de ahí… ¿Eh?...
ahora atención, ya estamos en la maquina- hizo ademán de tener los controles
entre las manos –Toda la gasolina… toda la chispa… ¿Oyen el motor? Ya está bien…
nos vamos el control, todo adelante-
Adelantó las manos –Y corren,
que haya vilocida, mucha vilocida… la cola va alta y luego… calas… calas un poquito… piu poquito… ya está… pones cuidado… todos ponen cuidado que
ya estamos en el aire… ¿Lo ven? Esto es volar… ahora nivelan… no hay que volar
alto sino baquito, piu baquito… y
suavecito, suavecito… el control poquito adelante… molto cuidado… que se hace de lado, lo enderezas, que se pica lo calas, que se cabrea lo picas, pero hay
que volar baquito… no hay que ir a
las nubes. ¿Entienden? Y allá al llegar aterizan…
con cuidado, nadie se pasa del suelo, no quiero que rompan la máquina…-
-Bueno Maestro y ¿Cómo aterrizamos?-
-Miseria, ¿como aterizamos…?
¿Cómo? Que pregunta… como todo el mundo…-
-Es que no sabemos todavía
como-
-Que no lo saben… ¿No aterizan de este lado…? ¿No les hago
señales desde la moto? ¿No cuando bajo los brazos, pican y cuando los levanto,
nivelan? ¿No aterizan así? Otra volta me preguntas la misma cosa y…-
-Pero es que allá no está
usted y no hay quien nos dé las señales…-
-Madona, claro que no estoy allá, porque estoy acá, pero haces lo
mismo… ¿Cómo aterizas…? Cortas…
picas y aterizas Bah…
Momentos después, los
cadetes surcaban el espacio, el hecho era uno: APRENDÍAN A VOLAR…”
Esto apareció en la revista Kukulcán
del 20 de enero de 1940 y le agradezco al Ingeniero Raúl Albarrán B. que me
haya enviado el tema, por más interesante ¿Verdad?