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martes, 20 de mayo de 2014

ASI SE APRENDÍA A VOLAR EN 1915


EL CADETE ATERRIZANDO Y EL INSTRUCTOR EN SU MOTOCICLETA

“Corría la edad de oro de nuestra aviación. Nos encontramos en la primera época de la escuela recién fundada. Aún no había pilotos graduados en el país.

Era una mañana de cualquier día, semana, mes y año. Desde luego, fresca y transparente, si es necesario podemos suponerla abrileña.

Apenas la aurora había terminado su labor de limpiar las sombras del valle Azteca. No daban aún las 05:30. Los cadetes en el hangar número cuatro, extraían de los casilleros sus fantásticas vestimentas de vuelo.

A las 05:30 estaban ya en el campo, alineados en una fila que semejaba el producto de una frase abracadabrante. Formaban un grupo de apariencia mitológica y de difícil interpretación humana. Vistos una vez su conjunto, era un aguafuerte en el recuerdo. Su aspecto enmarcaba cumplidamente la leyenda popular que atribuía a los aviadores, desvíos suicidas.

Podríamos enumerar over-alls, chaquetines, chaquetones, sweaters y en fin prendas de vestir que si en su corte eran tan diferentes como lo fueron sus usos primitivos, tenían entonces una uniformidad: rezumaban aceite, su color era tan indefinido como su apariencia y quienes la portaban, adquirían la misma figura insólita y estrafalaria, de hombres que hubieran rebasado los círculos de lo común. Todos también se habían calado gorras de vuelo que adolecían de idéntico exceso de aceite infiltrado en su tejido.

La fila, de aquellos jóvenes que podían ser de cualquier planeta, pasaba lista antes de marchar a las prácticas de vuelo.

En el campo esperaban las máquinas el servicio. Cerca de ellas, a las órdenes del maestro Saldaña, se encontraban los mecánicos.

Los cadetes se dividían en dos grupos: el de los seres superiores que practicaban el vuelo y el de los aspirantes, que se debatían entre su miserable condición terrestre y su ansia de llegar a la dignidad de los elegidos. Los segundos se distribuían en los dos extremos de la pista, que dividiendo el campo, dos kilómetros de extensión servía para las prácticas. Tal distribución tenía un objeto: llenar un servicio, un servicio que consistía en la ruda tarea de voltear a las máquinas en sentido contrario a aquel en que llegaban, sopesando para ello la cola, pesada en verano, pesadísima en invierno y siempre resbaladiza debido al aceite de que estaba impregnada.

El grupo de cadetes implumes destinado al fondo del campo, salía a su comisión a las cinco de la mañana. Si el tiempo era frío, sus pies quebraban entre el pasto del campo el hielo mañanero; si era seco, sus horas transcurrían entre el polvo que levantaban las hélices; si era tiempo de lluvias , trabajaban entre charcos de agua, si bien les iba, entre lodo, pero por lo regular asediados por el agua fría que les enviaban las nubes y el agua fangosa que les arrojaban las ruedas.

No obstante, todos endiabladamente sucios, exteriorizaban  siempre un carácter feliz: por lo regular no llegaban ninguno de ellos a los veinte años; ostentaban todos en vigor, si no de su edad que era menguado, si de su afición que era exagerada.

Cuando los cadetes que iban a volar, no más de media docena llegaban hasta las máquinas, aparecía ante ellos una figura que sacudía sus nervios. Su instructor de vuelo, como si se presentara o encarnara el desiderátum de sus destinos.

Dicha figura, emergía de pronto y de cualquier sitio. Se bajaba de un asmático Ford y abordaba su motocicleta, y desde ella se acercaba a las alas, y tomaba cuerpo frente al motor. Portaba un pesado abrigo y arriba de él, un hongo que no tenía la misma figura todos los días. Dentro de él se agitaba un paquete de nervios, brillaban unos ojos que eran una vida. Ojos grandes, inquietos, inquisitivos, con las pupilas derramando en la mirada toda la personalidad impulsiva. Ojos que habían visto el mundo, que se abrieron en Nápoles y habían adquirido su movilidad en la guerra europea.

Aquel sobretodo, era el flamante instructor de vuelo Francisco Santarini, un destacado mecánico de aviación italiano que jamás había piloteado un avión. Daba teóricamente las instrucciones de vuelo en tierra y hacía señales con banderolas desde su motocicleta.

Y así empezaba a dar sus instrucciones: -A ver viequitos ¿listos?-

El grupo de cadetes le rodeaba. Antes de lanzarse al espacio, recibirían en tierra una lección verbal sobre el vuelo.

Estas lecciones, encerraban un pintoresco poema, el alma de la época, y el instructor Santarini continuaba:

-Mira viequito… pongan… “Presta atención todos…” vamos a volar en línea recta, quiero decir: “Derechito…” salimos de aquí, llegamos al fin del campo; salimos del fin del campo… e per la madona no más allá del fin del campo, que nadie se pase de ahí… ¿Eh?... ahora atención, ya estamos en la maquina- hizo ademán de tener los controles entre las manos –Toda la gasolina… toda la chispa… ¿Oyen el motor? Ya está bien… nos vamos el control, todo adelante-

Adelantó las manos –Y corren, que haya vilocida, mucha vilocida… la cola va alta y luego… calas… calas un poquito… piu poquito… ya está… pones cuidado… todos ponen cuidado que ya estamos en el aire… ¿Lo ven? Esto es volar… ahora nivelan… no hay que volar alto sino baquito, piu baquito… y suavecito, suavecito… el control poquito adelante… molto cuidado… que se hace de lado, lo enderezas, que se pica lo calas, que se cabrea lo picas, pero hay que volar baquito… no hay que ir a las nubes. ¿Entienden? Y allá al llegar aterizan… con cuidado, nadie se pasa del suelo, no quiero que rompan la máquina…-

-Bueno Maestro y ¿Cómo aterrizamos?-

-Miseria, ¿como aterizamos…? ¿Cómo? Que pregunta… como todo el mundo…-

-Es que no sabemos todavía como-

-Que no lo saben… ¿No aterizan de este lado…? ¿No les hago señales desde la moto? ¿No cuando bajo los brazos, pican y cuando los levanto, nivelan? ¿No aterizan así? Otra volta me preguntas la misma cosa y…-

-Pero es que allá no está usted y no hay quien nos dé las señales…-

-Madona, claro que no estoy allá, porque estoy acá, pero haces lo mismo… ¿Cómo aterizas…? Cortas… picas y aterizas Bah…

Momentos después, los cadetes surcaban el espacio, el hecho era uno: APRENDÍAN A VOLAR…”

Esto apareció en la revista Kukulcán del 20 de enero de 1940 y le agradezco al Ingeniero Raúl Albarrán B. que me haya enviado el tema, por más interesante ¿Verdad?
    

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