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jueves, 12 de junio de 2014

FUEGO A BORDO



El lunes 3 de julio de 1939, el teniente piloto aviador Aristeo Camacho, oficial encuadrado en el primer Regimiento Aéreo, tenía la comisión de volar, cubriendo el servicio metereólogico de su corporación.

Le había sido asignada la máquina Douglas número 23, equipada con motor Hornet de 520 Hp.

El avión había sido inspeccionado con toda minuciosidad por los mecánicos, quienes habían reportado “Listo para todo servicio”

El teniente Camacho, a su vez repitió la inspección mostrándose satisfecho de ella; abordó pues la máquina, hizo funcionar a todo régimen el motor, y luego, verificado una última revisión en su cabina, dio la señal de partida, aceleró y se marchó.

El tiempo era magnifico, nublados aislados y muy altos, dejaban al sol bañar el campo alegremente. No había la menor agitación en la atmósfera. El ambiente era tibio y la transparencia máxima. No existía presagio alguno que hiciera pensar en el menor contratiempo.

El Douglas número 23 se elevó; al final del campo hizo un viraje volando normalmente. Los mecánicos, que no lo habían perdido de vista, tranquilizados por el perfecto despegue y por el rápido ascenso, tornaron a regresar a sus labores.

Un avión más que partía a su destino, sin novedad…

Quienes persistieron a seguir su vuelo, le vieron alejarse, elevándose rumbo al este.

En el campo se desarrollaba el movimiento cotidiano. Los aviones de los regimientos salían y llegaban continuamente. Los pilotos de ambas corporaciones efectuaban las prácticas del día.
El sargento Menchaca, sobre el que pesaba la responsabilidad del tránsito en el aeródromo, en lo alto de la torrecilla de señales, movía las banderas rojo y ajedrez, autorizando las salidas y aterrizajes con su peculiar destreza.

Menchaca tiene en sus manos la vida del personal volante de los dos regimientos; no hay máquina de quien sea su tripulante, que pueda lanzarse al espacio o tomar tierra, si él no lo permite. Él sabe lo que hace. En ocasiones se ven aparatos en picado hacia el campo, que vuelven acelerar el motor y continúan su vuelo, porque Menchaca agitó su bandera roja. Igualmente escuadrillas enteras con sus motores a medio acelerador, esperan para arrancar, a que Menchaca baje su bandera ajedrez.

Ese día Menchaca con el don periscópico que tiene de ver para todos lados, puesto que está al tanto de todo lo que sucede en su derredor, atento a los aviones por salir y percibiendo a los que llegan, sea el rumbo que traigan, y esto, a distancia propia para que las señales sean oportunas, presidía y ordenaba todo movimiento sucediéndose las cosas con la regularidad acostumbrada.

Bajó su bandera ajedrez y una máquina se fue, otra máquina le pidió desde la línea de salida, pero en el momento en que levantó la bandera roja en señal de precaución para ambas máquinas… la que llegaba no obstante, hizo señales pidiendo campo y Menchaca invirtió las banderas, presentando la bandera roja al avión que estaba en línea y la ajedrez al que llegaba… algo sucedía… el piloto que aterrizó dio muestras de urgencia; apenas tocó tierra, se advirtió que frenaba y con la velocidad mayor que la común, dio vuelta en redondo y se dirigió a los hangares…

Efectivamente, el caso era grave.

Una máquina se quemaba en un terreno cercano situado al este del aeródromo…

Nada se veía desde el campo, porque la cortina de árboles que lo rodean, ocultan el horizonte.
Hubo agitación hacia el lado de la comandancia, partiendo varios coches precipitadamente; uno de ellos llevaba al personal necesario para los servicios de emergencia…

Entretanto, desde lo alto de la pequeña torrecilla de señales, el sargento Menchaca continuaba dirigiendo el movimiento de las  máquinas.

Sin embargo, se diría, que sobre el vasto aeródromo se hubiera tendido, no se supiera que silencio, quien sabe de inquietud…

Cuando regresaron los coches, de uno de ellos, de entre los pilotos que lo ocupaban, descendió todavía con sus arreos de vuelo el teniente piloto aviador, Aristeo Camacho, quien había partido poco antes en el Douglas número 23.

Si bien, el teniente Camacho había logrado salvarse, su máquina quedaba consumada con el fuego.

El piloto Camacho me refirió lo siguiente:

Sabiendo que la comisión de su servicio le obligaba a elevarse a gran altura, redobló su escrupulosidad al examinar su máquina, ratificando su buen estado, que señalaran los mecánicos que la revisaron con anticipación.

Se elevó, yendo satisfecho del funcionamiento del motor. Ascendía; el Douglas sube bien… pero cuando apenas hubo quedado el campo a sus espaldas, sintió el avión pesado. Consultó sus instrumentos y vio que el tacómetro bajaba y perdía revoluciones. El motor perdía fuerza; no alcanzaba el régimen de las revoluciones.

Su altímetro marcaba mil metros sobre el valle.

Movió las palancas de combustible y de aire, tratando de regular el trabajo del motor, sin conseguirlo. El corrector de mezcla tampoco tuvo influencia sobre la marcha del motor, que se tornaba lenta.

Inició un viraje amplio, se encontraba 10 kilómetros más allá del aeródromo.

Convencido de que no podía normalizarse el funcionamiento de la máquina, pensó en el regreso. Acentuó su viraje. Comprendió que tendría que maniobrar con exactitud para alcanzar el campo, por la altura que había perdido. Desaceleró y planeó; planeo lo más largo que pudo; la máquina flotaba. La distancia se acortaba y queriendo sostenerse mejor aun, dio un acelerón.

Al hacerlo percibió una explosión extraña y desaceleró de prisa. Se sintió extrañado, penetraba humo en la cabina, cerca de los pedales de dirección, frente a él, si, era humo, algo se quemaba… comprendió… la explosión sorda que escuchara, fue la gasolina que detonó al incendiarse… entonces había una fuga… por eso el motor mal alimentado, trabajaba defectuoso.

Una fuga… seguramente se había desconectado algún tubo de alimentación… y el humo, más denso entró en la cabina cerca de los pedales de dirección… pero ¿Qué ardía?... ¿Porqué no se veían las flamas? Se desató el cinturón de seguridad y se levantó buscando afuera al frente, a los lados.

Rápidamente se sentó… había visto que la tela verde obscura del, plano inferior izquierdo, una línea que abarcaba, un polvo de cenizas blanquecino… ¡Se quemaba el avión!

Cortó la gasolina, estaba agitado… miró a los lados, hacia abajo, iba a saltar en paracaídas… pero se volvió a sentar.

En esos momentos el avión pasaba sobre el caserío de Agua Caliente, imposible entonces abandonar el avión, que sin mando, podía caer sobre el poblado.

Vio su altímetro, marcaba 400 metros… por lo menos saldría del sitio habitado.

Le quitó a la máquina más velocidad, llegando a un imprudente límite de flotar, balanceándose sobre las alas.

Con todo el plano ardía de prisa, la tela parecía volatilizarse, llegó a menos de 300 metros de altura; el campo estaba lejos aun… trataba de llegar… sólo que hubo un momento que le resultó imposible sostenerse más; el humo le hostigaba… ¿Qué hacer? Saltar, ¡Claro! Pero ya no le quedaba espacio; queriendo ganar el campo, perdió altura… y también la oportunidad del salto… el paracaídas no alcanzaría a abrirse.

Miró abajo con ansiedad. Vio varias parcelas que le permitirían tomar tierra, quizás sin romper la máquina.

Planear más era violentar el fuego, a su derecha advirtió, no un campo, sino una faja de terreno, que iba a lo largo de una zanja.

Allí era, no había tiempo que perder, apenas podía llegar, resbaló el ala, caía de lado sobre la punta del lado derecho, vio la línea negra y sinuosa avanzar por el bordo hacia el extremo del ala, pensaba muchas cosas atropelladamente, pero más que todo miraba arriba, abajo, al plano que se quemaba. ¡Cuestión de tiempo! ¿Qué ganaría? La línea negra y sinuosa alcanzando el extremo del ala, o el avión la tierra… ¿Quién pudiera saberlo? Pero él, precipitada y nerviosamente, luchaba, desatando con una mano los ganchos del paracaídas.
La tierra, un golpe de pedal y un tirón de bastón nivelaron la máquina, la faja vista desde arriba era angosta, con una zanja a la izquierda y una grieta a la derecha, ni remedio.

Frenó coleando.

Las ruedas después de tocar el suelo, dieron un pequeño salto luego rodó a lo largo.

Cuándo con angustia piso los frenos, de la línea negra y sinuosa que llegaba ya al límite del plano, brotaban flamas, el humo se hizo acre, del otro lado del motor, brotaron también flamas, apretó los dientes convulsivamente para que la tos lo dejara coger el extinguidor, no pudo, una llamarada irrumpió en la cabina, al frente.

Antes de que la máquina se detuviera por completo, saltó a tierra desde arriba, por salvarse del estabilizador, cayó, se levantó, corrió.

El piloto aviador, teniente Aristeo Camacho, se sentó en el suelo, anhelaba, se quitó los anteojos, por su cara corría el sudor, abundante, fluido pero frío.

Durante algún tiempo permaneció inmóvil, mirando arder su máquina a 30 metros de él, después se levantó lentamente y se dirigió a su campo.

Del Douglas 23, sólo quedaba la estructura, metálica, ennegrecida y deformada por el fuego, en medio del campo.
      



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